22 de agosto de 2022
Medio siglo es un lapso que devora la mayor parte de una vida humana individual, pero apenas es un soplo en el palpitar de la vida de un pueblo.
Los hechos que recordamos son muy conocidos. Hace ya cincuenta años, la dictadura de turno inaugurada por el católico y bigotudo general Juan Carlos Onganía y detentada entonces por el inveterado gorila Alejandro Lanusse recibió de parte de la guerrilla argentina uno de los mazazos más dolorosos: los revolucionarios de tres organizaciones armadas (FAR, ERP y Montoneros), confinados en la Siberia argentina, en la cárcel de Rawson, en plena Patagonia, se habían apoderado de la prisión proclamada por la autocracia como “de máxima seguridad”. Luego de expropiar un avión de línea bajo las barbas de las tropas concentradas en la base militar “Almirante Zar” de Trelew, una parte de los fugados había logrado refugiarse en el Chile de Salvador Allende.
Fotos: Observatorio E. Echeverria
Lamentablemente, una parte de los combatientes que habían logrado llegar poco después al viejo aeropuerto, no pudieron abordar el avión. La torre de control impidió que aterrizara otra aeronave, en la cual podrían haber abordado. Diecinueve militantes fueron tomados prisioneros después de ofrecer una conferencia de prensa que fue filmada y con los años se hizo célebre. En ella Mariano Pujadas, de Montoneros, y Pedro Bonet, del PRT-ERP, explicaron no sólo el porqué de la lucha acometida, sino la continuidad histórica existente con las insurrecciones rurales de los peones de comienzos del siglo, masacrados por el ejército cipayo en las ocultas jornadas de la Patagonia rebelde, rememoradas en las inolvidables páginas de nuestro contemporáneo Osvaldo Bayer.
A fines de los años ’60 y principios de los ’70 un joven o una joven argentines teníamos abundantes motivos para enfrentar a la autocracia y tomar las armas o unirnos a las masivas movilizaciones. En sus primeras apariciones por televisión, ya en 1966, Onganía había dejado claro que los militares se proponían quedarse en el gobierno por lo menos cuarenta años e imponer un plan económico destinado a reducir los salarios, aumentar las ganancias de los monopolios y de los patrones agropecuarios, quienes lo aplaudieron a rabiar cuando se paseó en carroza por el predio de la Sociedad Rural.
El oscurantismo cultural y religioso se cebó en las universidades, donde estudiantes y docentes fueron apaleados y expulsados, mientras se realizaban autos de fe con piras de libros expurgados de bibliotecas y librerías. La lucha sindical fue doblegada a garrotazos y tiro limpio, lo calabozos se poblaron de huelguistas y militantes. La noche política y la mordaza sobre radios, televisión, revistas y periódicos se extendió sobre nuestra patria, al igual que en otras naciones latinoamericanas. Con todos los caminos cerrados, ¿qué podría hacer un argentine si no volcarnos a la más dura de las resistencias?
Internacionalmente, un hálito de primavera revolucionaria se expandía al final de esa década. En la propia Europa occidental el mayo francés de 1968 y las revueltas obreras de Italia convulsionaron la situación política, mientras en Estados Unidos la propia capital imperialista se vio sacudida por la resistencia contra la guerra de Vietnam y la sostenida opresión racial. En nuestra América Latina, la supuesta democracia mexicana mostró hasta dónde estaba dispuesta a llegar la derecha con la masacre de Tlatelolco.
En la Argentina, algo retrasada por la presión represiva de la asfixiante dictadura, llegó finalmente la ola de la revolución. El 29 de mayo de 1969, con Agustín Tosco a la cabeza, el pueblo de Córdoba se apoderó de la ciudad. Sólo la intervención del ejército pudo interrumpir, aunque provisoriamente, el curso insurreccional que también se produjo en Rosario y otras veinte ciudades del país. Las cárceles se llenaron de jóvenes dirigentes obreros y populares. Allí se mezclaron con los militantes guerrilleros que comenzaban a disputar a los militares el monopolio de la violencia.
Es probable que ni siquiera los mismos protagonistas de la fuga del 15 de agosto de 1972 llegasen a percibir de inmediato el efecto catastrófico que la misma produjo sobre la dictadura agonizante. Fugarse de la prisión es el principal deber de un revolucionario encarcelado, para volver al combate en el seno del pueblo. Pero la fuga tuvo consecuencias políticas dramáticas muy superiores a la simple recuperación de la libertad de cierto número de militantes.
Ante todo perforó la mordaza asfixiante de la censura que atenazaba al país, poniendo a la resistencia armada en todos los medios nacionales e internacionales, y abollando irremisiblemente la imagen de omnipotencia que constituía el mascarón de proa de los tiranos: no había ningún consenso a su favor, sólo el terror paralizaba la ira de las mayorías.
La derecha argentina siempre ha sido sanguinaria. En el siglo XIX Sarmiento recomendaba al mayor Irrazábal que no ahorrase sangre de gauchos, “que es sólo lo que tienen de humano”. Los unitarios no tomaban prisioneros, y lo mismo hizo el coronel Varela con los peones insurrectos de Santa Cruz. El comisario Ramón Falcón regó con sangre obrera las calles porteñas. Ambos fueron ajusticiados por Kurt Wilkens y Simón Radowitzky, los precursores revolucionarios de los héroes de 1972. La ferocidad de la reacción no tendría límites, atizada por la impotencia ante la derrota militar y política exhibida por la victoriosa fuga de los líderes combatientes.
Así que siguiendo la tradición cobarde de sus cipayos antepasados, fieles al mandato oligárquico e imperial, los militares argentinos se cebaron sobre los prisioneros. Los fugados y fugadas recapturades en el aeropuerto de Trelew se rindieron sin combatir, después de que un juez nacional corroborase su integridad física y prometiera garantizarla. La victoria política estaba consolidada. El país entero era testigo de la humillación de la dictadura.
Violando todo compromiso, los militares no condujeron a los prisioneros de regreso a la cárcel de Rawson, sino a la base Almirante Zar, donde los asesinaron sangre fría pocos días después, tras someterlos a todo tipo de malos tratos. Pero esa no fue una simple venganza excesiva de un puñado de energúmenos: en esa semana de vergüenza, los militares argentinos tomaron una decisión a largo plazo respecto a la manera de tratar a quienes se enfrentan con firmeza a su voluntad. El asesinato de los héroes y heroínas de Trelew fue el prolegómeno de la barbarie represiva que desencadenó la siguiente dictadura, con decenas de miles de torturados, muertos y desaparecidos a partir del golpe de 1976, anticipada ya desde el gobierno de Isabel Perón
Los tres sobrevivientes de la masacre, María Antonia Berger, Alberto Camps y René Haidar, lograron sin embargo ofrecer su testimonio que en el reportaje inolvidable que Paco Urondo les hizo para Crisis en la cárcel de Devoto, en 1973, desnuda la mentira oficial de un nuevo intento de fuga que “justificaría” los asesinatos. Fieles a sus convicciones, esos tres compañeros murieron en combate tiempo después, frente a un nuevo embate autocrático que había que enfrentar con la crítica de las armas.
Los revolucionarios asesinados hace cincuenta años fueron a la lucha con los ojos abiertos, como un pedazo de ese pueblo argentino tiranizado e iracundo que, como decía el general San Martín, “no somos empanadas que se comen con sólo abrir la boca”. Eran gente común en momentos en que la patria necesitaba conductas ejemplares. Constituyen espejos en los que las generaciones sucesivas pueden mirarse con orgullo.
Medio siglo después, los argentinos tropezamos con situaciones tan difíciles como las que enfrentábamos por entonces, y no es mala idea recordar la manera en que intentamos resolverlas, para evitar errores e imitar los aciertos.
Eternamente jóvenes, como Evita y el Che, permanecen a lo lejos abrazándonos en una sonrisa de futuro y tal vez también, marcándonos el camino.